Berlín, búnker de la Cancillería del Tercer Reich,
25 de abril de 1945
La hoja de la cuchilla de afeitar resbaló por segunda vez sobre
su piel rugosa e hizo brotar un hilillo de sangre sobre su mejilla.
Exasperado, el hombre, enfundado en unos pantalones negros,
cogió una toalla húmeda y la apretó con aplicación contra el corte para detener la sangre. No se había cortado por torpeza, sino
porque el suelo temblaba: desde el amanecer los bombardeos se
habían reanudado con mayor intensidad.
El hormigón de aquel búnker concebido para durar mil años
se tambaleaba sobre sus cimientos.
Se miró en el espejo mellado que colgaba sobre el lavabo y
le costó reconocerse de tanto como le habían marcado los seis
últimos meses de combate.
A pesar de que faltaba una semana para que celebrara su vigesimoquinto aniversario, el reflejo le devolvió la imagen del
rostro endurecido de un hombre que tuviera diez años más; dos
cicatrices, recuerdo de una escaramuza con el Ejército Rojo en
Pomerania, le atravesaban la parte superior de la frente.
La sangre empezaba a dejar de gotear.
Satisfecho, el SS se puso su camisa y su chaqueta negra y
esbozó una leve sonrisa ante el retrato del Führer que, según
imponía el reglamento, imperaba en todas las habitaciones del
búnker en el que había disfrutado del insigne honor de pernoctar. Se caló firmemente la gorra negra en la cabeza, se abotonó
el cuello, engalanado en el lado derecho con dos runas de plata
en forma de S, y sacó pecho.
Amaba aquel uniforme, manifestación de poder y símbolo
de su superioridad sobre el resto de la humanidad.
Todavía recordaba cuando paseaba por las calles durante sus
permisos llevando del brazo a sus fugaces conquistas. Dondequiera que fuera del Imperio nazi, de Colonia a París, percibía
divertido el temor y el respeto en los ojos de los que pasaban a
su lado, en cuya mirada se reflejaba la sumisión.
Incluso los niños más pequeños, pese a no tener edad para
comprender lo que representaba su uniforme, mostraban un
malestar evidente y se apartaban de su lado cuando les hacía algún ademán amistoso.
Era como si la negrura de su atavío hiciera renacer en ellos
un miedo ancestral, primitivo, inscrito en genes adormecidos y
reactivados brutalmente. Aquello le gustaba sobremanera. Sin
el nacionalsocialismo y su querido jefe, no habría sido más que
un ser anónimo como los demás, destinado a una vida mediocre
a las órdenes de otros mediocres en una sociedad carente de ambición. Pero el destino le tenía reservado algo distinto: le había
propulsado al círculo de hierro de la raza de los señores de las SS.
Con todo, las tornas estaban cambiando para Alemania: los
aliados y las fuerzas judeomasónicas volvían a triunfar. Era
consciente de que en unos cuantos días no podría seguir luciendo con orgullo su uniforme.
Desde el mes de junio anterior, cuando los aliados invadieron
Normandía, se sabía sin sombra de duda que Berlín iba a caer.
No obstante, pese a aquella derrota anunciada, había vivido el
último año con una alegría feroz e intensa, «un sueño heroico y
brutal», por parafrasear a José María de Heredia, un poeta francés de origen cubano caído en el olvido pero que a él le gustaba.
Para unos fue un sueño; para otros, una pesadilla.
Los bolcheviques se arrastraban ya por los arrabales de la
ciudad en ruinas y no tardarían mucho en invadirlo todo, como
un tropel de ratas.
No darían cuartel. Era lógico. Cuando estuvo en el frente
del Este él también había considerado una cuestión de honor no
hacer prisioneros.
«La piedad es el único orgullo de los débiles», tenía por costumbre afirmar ante sus subordinados el Reichsführer Himmler, quien había entregado en persona la Cruz de Hierro a Fran-
çois por sus hazañas en el frente.
Una nueva sacudida hizo temblar las paredes de hormigón.
Del techo cayó polvo gris. En esta ocasión, la explosión debía
de haber sido muy cerca, quizá incluso se hubiera producido
encima del búnker, sobre lo que quedaba de los jardines de la
Cancillería.
No tenía miedo. Estaba dispuesto a morir para defender hasta el final a Adolf Hitler, el jefe de la gran Europa que se estaba
viniendo abajo por un diluvio de acero y sangre. Todo cuanto
había construido el nacionalsocialismo desaparecería, barrido
por el odio de sus enemigos.
El Obersturmbannführer François Le Guermand echó un
último vistazo al espejo resquebrajado.
Cuánto camino recorrido para llegar a aquel punto… Él, un
insignificante oriundo de Compiègne, iba a derramar su sangre
por Alemania, el país que cinco años antes había invadido el
suyo.
Como otros jóvenes de su generación, tras la derrota comprendió que Francia había caído por culpa de los judíos y los
masones. Los corruptores de su país, según los locutores de
Radio París.
Alemania, cual generosa vencedora, les había tendido la
mano para reconstruir una nueva Europa. Le Guermand, ferviente partidario de la colaboración, germanófilo desde el primer momento, consideró que el viejo mariscal Pétain era demasiado blando y en 1942 se alistó con entusiasmo en la Legión de
los Voluntarios Franceses contra el Bolchevismo.
Contra la voluntad de su familia, que, pese a ser petainista,
renegó de él y llegó a acusarlo de traición. Los muy imbéciles.
Con el uniforme de la Wehrmacht, como millares de franceses por entonces, obtuvo sus galones de capitán en dos años de
campaña en el frente del Este.
Pero eso no le bastó. Para él, el ideal absoluto seguían siendo las SS. Cuando pasaba sus permisos en Alemania, miraba
con envidia a los señores del Reich y se juró que entraría a formar parte de él en cuanto supo que las unidades Waffen SS acogían a voluntarios extranjeros.
En 1944 entró en la brigada SS Frankreich y luego en la división Charlemagne. Y prestó juramento de fidelidad a Adolf
Hitler. Todo ello sin la menor vacilación, puesto que además
había recibido la bendición de monseñor Mayol de Lupé, el capellán francés de las SS. Las palabras de ese prelado de aspecto
tosco se le habían quedado grabadas en la memoria: «Va a participar en el combate contra el bolchevismo, contra el mal en
estado puro».
Rápidamente se convirtió en uno de los oficiales más fanáticos de la división. No dudó en ejecutar fríamente a una veintena
de prisioneros rusos que habían abatido a cinco de sus hombres.
Su valor y dureza hicieron que se fijara en él el general de la
división Charlemagne, entre cuyas tareas figuraba la de detectar
a los elementos más seguros de los efectivos de los voluntarios
extranjeros.
Durante una de las raras comidas que compartió con el general y otros oficiales, el joven francés descubrió una faceta
oculta del orden negro. Aquellos integrantes de las SS habían
rechazado de plano el cristianismo —una religión de débiles—
y profesaban un paganismo sorprendente, una mezcla de creencias provenientes de las viejas religiones escandinavas y de doctrinas racistas.
El oficial de enlace del general, un teniente coronel originario de Munich, le explicó un día que, a diferencia de lo que ocurría con los SS extranjeros, aquellos de sus miembros que tenían
sangre alemana recibían una formación histórica y «espiritual»
en profundidad.
Fascinado, François Le Guermand escuchaba esas enseñanzas extrañas y crueles en las que se evocaba al astuto dios Odín, al legendario Sigfrido y, sobre todo, a la mítica Thule, la cuna
ancestral de los superhombres, los verdaderos dueños y señores
de la raza humana. A lo largo de los milenios, la raza aria había
librado un combate inmemorial contra los pueblos degenerados
y bárbaros.
Antaño se habría reído de aquellas elucubraciones emanadas
de espíritus adoctrinados, pero a la luz de las velas, sumido en la
vorágine de la lucha de titanes contra las hordas de Stalin, esos
relatos mágicos instilaban en su espíritu un poderoso veneno
místico. Como una droga ardiente que circulara por su sangre e
impregnara poco a poco su cerebro, demasiado tiempo privado
de razón en aquella época decadente que le había tocado vivir.
Esos debates le permitieron comprender el verdadero sentido
de su alistamiento en las SS y el objetivo último de la batalla final entre Alemania y el resto del mundo. Halló un sentido a su
vida, como suele decirse.
Arropado por el entorno del general, recibió su verdadero
bautismo en las SS durante el solsticio del invierno de 1944. En
un claro del bosque iluminado por antorchas, ante un altar de
fortuna cubierto por un paño de un negro antracita bordado
con las dos runas del color de la luna, fue iniciado en los ritos
del orden negro bajo la mirada sombría de los soldados presentes, que salmodiaban en voz baja una invocación germánica ancestral: «Halgadom, Halgadom, Halgadom…».
Más adelante, el teniente coronel le explicó que aquella palabra de origen escandinavo quería decir «catedral sagrada», precisando que esa catedral, que nada tenía que ver con las de los
cristianos, debía considerarse una meta mística. Añadió riendo
que era un poco como la Jerusalén celeste de los arios.
Al cabo de una hora, la noche engulló los uniformes tenebrosos vestidos para la ceremonia y François salió de ella transformado. Su vida no volvería a ser la misma: ¿qué importancia
tenía que muriera, si la existencia no era más que un tránsito hacia otro mundo más resplandeciente?
Esa noche, François Le Guermand unió definitivamente su
suerte a la de aquella comunidad maldita y abominada por el resto de la humanidad. El teniente coronel alemán le dio a entender que se le impartirían nuevas enseñanzas y que, aunque
Alemania perdiera la guerra, para él iba a comenzar una vida
nueva.
El avance del Ejército Rojo se hacía más apremiante y la división se disgregaba combate tras combate frente a las ofensivas
del enemigo bolchevique.
Una mañana fría y húmeda de febrero de 1945 en la que se
disponía a dirigir un contraataque para recuperar un mísero villorrio no lejos de Marienburg, en Prusia Oriental, François Le
Guermand recibió la orden de dirigirse inmediatamente a Berlín, al cuartel general del Führer. Sin más explicaciones.
Se despidió de los supervivientes de su división, extenuada
por los combates incesantes. Más tarde se enteraría de que sus
camaradas, agotados y mal equipados, habían sido aniquilados
el mismo día de su partida por los carros de combate T34 del segundo batallón de choque ruso, que empujaba sin desmayo a las
fuerzas defensivas alemanas hacia la orilla del Báltico.
Aquel día de febrero, el Führer le salvó la vida.
En su viaje en coche hacia Berlín se cruzó con interminables columnas de refugiados alemanes que huían de los rusos. La
propaganda de la radio del doctor Goebbels declamaba que los
bárbaros soviéticos saqueaban las casas y violaban a las mujeres
que caían en sus manos, omitiendo precisar que semejante crueldad nacía de las correspondientes atrocidades cometidas por las
tropas del Reich durante su avance victorioso en Rusia.
Las hileras de fugitivos atemorizados tenían kilómetros de
largo. Por una ironía de la historia, aquellos acontecimientos le recordaron una mañana de junio de 1940 en la que su familia huía
arrastrando un carricoche por la carretera de Compiègne ante la
llegada de los boches. En el asiento posterior del vehículo contemplaba los cadáveres de las mujeres y los niños alemanes que
yacían a ambos lados de la carretera, algunos en avanzado estado de descomposición.
Advirtió asqueado que muchos habían sido despojados de su ropa y calzado. Pero aquel espectáculo deprimente poco tenía que ver con el que descubrió al llegar a la capital del Tercer
Reich agonizante.
Después de atravesar el barrio norte de Wedding se presentó ante sus ojos estupefactos una sucesión interminable de fachadas calcinadas y edificios derruidos por los bombardeos incesantes de los aliados.
François, que conocía aquella ciudad tan arrogante y orgullosa de su estatus de nueva Roma, contemplaba incrédulo
las columnas silenciosas de personas que vagaban por sus escombros.
De lo que quedaba de los tejados pendían banderas con cruces gamadas para disimular los enormes agujeros provocados
por las explosiones.
Detenido en un cruce de la Wilhelmstrasse —que conducía
a la Cancillería— por un convoy de carros de combate Panzer
Tigre y una patrulla de infantería de las SS, François vio a un anciano escupir al paso de las tropas. Semejante conducta antipatriótica le habría valido en otros tiempos un arresto inmediato
y una buena paliza, pero el hombre reemprendió su marcha
mascullando improperios sin que nadie le molestara.
Sobre el frontón de un edificio aún indemne, que albergaba
la sede de una compañía de seguros, una banderola anunciaba
en letras góticas: VENCER O MORIR.
Al llegar ante el puesto de guardia del búnker pudo ver, en la
esquina de la calle, a dos hombres ahorcados que se balanceaban en el extremo de una cuerda atada a una farola; colgado alrededor de su cuello había un cartel en el que podía leerse: HE
TRAICIONADO A MI FÜHRER. Se trataba de desertores atrapados por la Gestapo y ejecutados sin proceso alguno. Para dar
ejemplo. Nadie debía rehuir el destino del pueblo alemán. Sus
rostros, ennegrecidos por el estrangulamiento, oscilaban al albur
del viento. La escena evocó en François el recuerdo de los colgados de la horca de Montfaucon, cantados por François Villon. Una pincelada de poesía morbosa en aquel decorado apocalíptico.
Cuando se presentó en el búnker de la Cancillería le sorprendió que no lo recibiera un oficial, sino un civil insignificante que lucía sobre su chaqueta raída el emblema del partido nazi.
El hombre le explicó que él y otros oficiales de su mismo rango
iban a ser destinados a un destacamento especial, a las órdenes
directas del Reichsleiter Martin Bormann. En su momento le
aclararían cuál era su misión.
Le atribuyeron una habitación minúscula en un búnker situado a un kilómetro del que albergaba los restos del cuartel
general. La misma misión se había confiado a otros militares
procedentes de las tres divisiones de las SS, Viking, Totenkopf y
Hohenstaufen, que se alojaban en dormitorios contiguos.
Dos días después de llegar a aquel lugar, el Francés y sus camaradas fueron convocados por el personaje más poderoso del
régimen moribundo, Martin Bormann, secretario del partido
nazi y uno de los últimos dignatarios que aún gozaba de la confianza de Adolf Hitler. Frío, seguro de sí mismo, aquel hombre
de rostro abotargado congregó a quince oficiales en la parte exterior del búnker, en lo que subsistía de un gran salón de sucias
paredes de la Cancillería. El delfín de Hitler pronunció un discurso con una voz inesperadamente chillona.
—Señores, en unos pocos meses los rusos habrán llegado
hasta aquí. Es posible que perdamos la guerra, por mucho que
el Führer siga creyendo en la victoria y en las nuevas armas, aún
más devastadoras que nuestros misiles de largo alcance V2.
Martin Bormann recorrió la audiencia con la mirada y reanudó su monólogo:
—Es preciso pensar en las futuras generaciones y creer en la
victoria final. Todos ustedes han sido escogidos por sus superiores debido a su valor y su lealtad al Reich, y me refiero de manera especial a nuestros amigos europeos, suecos, belgas, franceses
y holandeses, que se han comportado como auténticos alemanes. Durante las pocas semanas de tregua que nos quedan, se les
formará para sobrevivir y perpetuar la obra gloriosa de Adolf
Hitler. Dado que nuestro guía ha decidido quedarse hasta el final, aun a riesgo de dejar la vida en el empeño, ustedes se pon-
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Uno Ritual 22/8/07 11:18 Página 18drán en marcha en el momento oportuno, para que su sacrificio
no sea en vano.
Un murmullo recorrió las filas de oficiales. Bormann prosiguió:
—A cada uno de ustedes se le encomendará una misión vital
para la continuación de nuestra obra. No están solos: han de saber que en este momento se están creando otros grupos como el
suyo en territorio alemán. Su instrucción empezará mañana a
las ocho y durará varias semanas. Buena suerte a todos.
Los dos meses siguientes se les enseñó a sobrevivir en la más
absoluta clandestinidad. François Le Guermand no podía sino
admirar la capacidad de organización de los germanos, que seguía incólume a pesar de que el apocalipsis se cernía sobre ellos.
Hacía tiempo que ya no se sentía francés, esa nación de lloricas
que se humillaban ante De Gaulle y los americanos.
Las conferencias sucedieron sin interrupción a las clases
prácticas, y François permaneció enclaustrado varios días en
subterráneos sin ver la luz del día. Una vida de rata. Militares y
civiles les pusieron al corriente, a él y a sus camaradas, de la amplia red de ayuda mutua tejida en todo el mundo, en particular
en países neutrales como España, algunas naciones de América
del Sur o Suiza.
Les impartieron incluso una clase exhaustiva sobre la forma
de realizar transferencias bancarias encubiertas y de abrir varias
cuentas con diferentes identidades.
Al parecer, el dinero no constituía problema alguno. La
única obligación impuesta a los miembros del grupo era ir al
país que se les había asignado, integrarse en su población con
una nueva identidad y estar en todo momento preparados para
actuar.
A mediados de abril, con los soviéticos a una decena de kilómetros de Berlín, François recibió la visita amistosa del oficial
de enlace muniqués que le había hecho descubrir la verdadera
naturaleza de las SS.
Se enteró de que los trescientos supervivientes de la división
Charlemagne habían sido destinados a la defensa del búnker. El teniente coronel le explicó que se debía a él que lo hubieran
escogido para la misión de posguerra. Durante un almuerzo
apresurado, el alemán le entregó una carta negra que llevaba
estampada una T mayúscula en blanco. Le aclaró que esa carta
acreditaba su pertenencia a una sociedad secreta muy antigua, la
Thule Gesellschaft, que existía mucho antes del nacimiento del
nazismo.
Un contrapoder escondido en el propio seno de las SS.
Por su coraje y entrega, François merecía formar parte de
ella. Después de la guerra, si lograba sobrevivir, los miembros
de Thule se pondrían en contacto con él y le transmitirían nuevas órdenes. François había observado que Bormann daba grandes muestras de respeto hacia el teniente coronel y se apartaba a
menudo para deliberar con él, como si estuviera en presencia de
un superior. Para su sorpresa, el teniente coronel se mostraba
muy crítico con Hitler, al que calificaba de «loco nocivo».
La sangre empezaba a coagularse. El corte en la mejilla era ya
casi inapreciable.
El día de la partida se aproximaba.
El francés sacudió el polvo de la punta de sus botas relucientes y echó un último vistazo al espejo. Se sentía obligado a
presentarse impecable ante sus camaradas en la última comida
que iba a compartir con ellos.
La víspera por la tarde, uno de los ayudantes de Bormann les
había dicho que estuvieran preparados la mañana del 29 de abril.
Salió de su pequeña habitación, abandonó el búnker y enfiló el largo pasillo subterráneo que conducía a la salida, a una
manzana del cuartel general. Los dos soldados de servicio lo saludaron y bajó a la sala de conferencias. Los cuarteles de Hitler
estaban del otro lado del búnker; desde su llegada, François únicamente lo había entrevisto una vez, durante un desfile en el patio de la Cancillería.
Con el rostro abotargado por las medicinas y un andar vacilante, aquel anciano había perdido el magnetismo febril con el que había hechizado a toda una nación. Acababa de pasar revista a una unidad de adolescentes del Wolksturm cuya edad media
estaría como mucho en los catorce años; perdidos en sus uniformes, blandían unos juguetes letales, los Panzer Faust, lanzagranadas empleados para destruir los carros de combate a corta
distancia.
A François le sorprendió sentir piedad por aquellos chavales
fanatizados y enviados ineluctablemente a la muerte. A pesar de
ser un partidario incondicional de la Alemania hitleriana, desaprobaba el suicidio colectivo de toda una nación y, en particular, de sus elementos más jóvenes. Le parecía un desperdicio sin
sentido.
Nada más llegar a la sala de conferencias, François comprendió que algo no encajaba. Sus compañeros, todos ellos de
pie, tiesos como postes, escrutaban a un joven de cabello negro
sentado en una silla al fondo de la habitación.
Llevaba una guerrera desabotonada de las SS, pero sus ojos
no reflejaban la sorna habitual de un personaje de su rango. Las
lágrimas rodaban por sus mejillas. François nunca había visto
llorar a un integrante de las SS.
Su cara le resultaba familiar. Era uno de sus camaradas, un
capitán de la división Viking, oriundo de Sajonia y especialista
en transmisiones. Al acercarse advirtió otros detalles que le hicieron ponerse en guardia. En lugar de orejas tenía dos agujeros
cubiertos por una costra de sangre coagulada. El SS emitió unos
gruñidos sordos y abrió la boca implorando ayuda.
En ese momento la voz de Martin Bormann retumbó en la
sala:
—Señores, les presento a un traidor a nuestra causa que estaba haciendo las maletas para unirse a Heinrich Himmler. Esta
mañana, la BBC anunció que el «fiel Heinrich» proponía a las
tropas aliadas una capitulación incondicional. Esta traición fue
comunicada de inmediato a nuestro Führer y provocó su más
absoluta ira. Ha dado la orden de ejecutar sin más dilación a todos los que se unan a Himmler. Para dar muestra de su determinación, nuestro amado jefe ha solicitado incluso la ejecución de su propio cuñado, Herr Fegelein, marido de la hermana de
Eva Braun, quien también quería huir.
El hombre seguía llorando.
Martin Bormann se acercó al prisionero con tranquilidad y
le puso una mano en el hombro, simulando benevolencia. Prosiguió con una sonrisa:
—Nuestro amigo aquí presente quería eludir su misión. Le
hemos cortado las orejas y la lengua para que no pueda seguir
refiriendo a su amo las decisiones de nuestro glorioso Führer.
El jerarca del partido acarició el cabello del prisionero con
ademán distraído.
—Como comprenderán —continuó—, un alemán, y más
aún un SS, no puede traicionar impunemente su sangre. No vean
en nuestros actos un sadismo superfluo: es simplemente una
lección que no han de olvidar. ¡No nos traicionen jamás! Guardias, llévense a esta escoria y pásenlo por las armas en el patio.
Dos guardias tomaron al SS por los hombros y lo sacaron a
rastras de la sala entre un concierto de gemidos.
La salida del prisionero rebajó un poco la tensión que reinaba en la habitación. Todo el mundo sabía que Bormann detestaba a Himmler desde hacía tiempo y no esperaba más que un
pretexto para acabar con su condición de comandante de las SS.
Ahora ya lo tenía.
—El tiempo se nos echa encima, caballeros. El primer ejército acorazado de Yukov se acerca más rápidamente de lo previsto y sus tropas ya han penetrado en el Tiergarten. Su partida
se ha adelantado. Heil Hitler!
Al oír el saludo ritual pronunciado en voz ronca, el grupo se
puso en pie de un salto y levantó el brazo como un solo hombre.
A guisa de respuesta, una violenta explosión hizo temblar la
sala.
François Le Guermand se disponía a regresar a su habitación para cambiarse de ropa cuando Bormann lo detuvo cogiéndolo del brazo. Lo miraba con dureza.
—¿Conoce sus instrucciones? Es vital para el Reich que las
aplique al pie de la letra. La mano del secretario de Hitler temblaba convulsivamente.
François le sostuvo la mirada.
—Las sé de memoria. Salgo de Berlín por la red subterránea
aún intacta para llegar a un lugar de los suburbios orientales todavía seguro. Ahí me pongo a la cabeza de un convoy de cinco
camiones que han de dirigirse a Beelitz, a treinta kilómetros de
la capital, donde me ocupo de que entierren en el escondrijo
previsto las cajas que transportamos. Lo único que debo conservar es un portafolios con documentos.
—¿Y después?
—Me dirijo a nuestro Noveno Ejército, que debe poner a mi
disposición un avión para llegar hasta la frontera suiza. Me las
apaño para atravesarla y llegar hasta un piso de Berna donde esperaré nuevas órdenes.
Bormann parecía aliviado. François continuó:
—Lo único que no sé es qué contienen las cajas.
—No tiene por qué saberlo. Limítese a obedecer. No sea indisciplinado como sus compatriotas franceses.
Por la manera en que Bormann articuló la última palabra,
François comprendió que el Reichsleiter despreciaba abiertamente a los franceses. Nunca le había gustado aquel burócrata
pomposo que se daba aires de jefezuelo, de modo que le contestó secamente:
—Mis compañeros de armas de la división Charlemagne se
están dejando agujerear el pellejo en el frente para detener a los
bolcheviques. ¡Qué ironía de la historia que sean unos franceses
los últimos bastiones de Hitler, cuando todos los ejércitos del
Reich se desintegran delante del enemigo…!
Bormann le dedicó una sonrisa insegura y quiso decir algo,
pero cambió de parecer y giró sobre sus talones.
aquí esta el link del libro por si lo quieren descargar:
http://www.casadellibro.com/capitulos/8401336449.pdf
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